El monte, en la Biblia, es siempre el lugar de las
teofanías, de las revelaciones y manifestaciones de Dios. Hoy subió a la
montaña a llamar, a escoger a los que quiso. Y con ese llamamiento, ir poniendo
los cimientos del nuevo pueblo de Dios. Nadie se puede arrogar ese don y esa
encomienda. No escogió a los que quisieron, sino a los que quiso. La iniciativa
siempre es de Dios.
Lo que sí tuvieron que hacer “los que él quiso” y
fueron llamados, fue aceptar, secundar la llamada, responder personalmente al
Señor. ¿Qué vieron en Jesús para que no dudaran lo más mínimo en aceptar la
propuesta? Sólo sabemos que Jesús no hablaba ni llamaba como los fariseos, sino
“con autoridad”, con credibilidad. Y ellos quedaron impactados con la persona y
la personalidad de Jesús.
Y, para que se fueran haciendo a él, al Reino, “les
dio poder para expulsar demonios”. Seguían siendo sólo pescadores, pero
pescadores “enviados” con poder de convicción. Eran todavía sólo pescadores,
pero daban testimonio, de momento, de lo que oían a Jesús, de lo que veían en
él y de los signos inequívocos que hacía.
Los discípulos todavía se equivocaban con frecuencia,
al menor descuido se ponían a discutir de lo suyo y de lo que ellos se
inventaban, como casi todos, pero iban aprendiendo. Jesús, unas veces les
reprendía; otras, les animaba y felicitaba. Y ellos iban adentrándose cada vez
más en el Reino.
Hasta que un día Jesús preguntó si querían irse, si
querían abandonarle. Y muchos, dice el Evangelio, se marcharon. Pero, ellos se
quedaron. Como nosotros. Ellos sabían y nosotros sabemos que el seguimiento no
es fácil, y lo que hay al final del camino, en “Jerusalén”, menos todavía.
Pero, hemos apostado por él y, sobre todo, sabemos que él sigue apostando por
nosotros.
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